LA EQUIS, LA EQUIS MARCA EL LUGAR
Hoy, Luis M. Núñez nos trae uno de los muchos relatos que su personaje Renato, un diplomático en la Italia del Renacimiento, ha protagonizado. Con su ración de espionaje, politiqueo y una forma de ser... canallesca.
Renato, el agente castrato: La equis, la equis marca el lugar
Renato avanzaba con lentitud, bamboleándose como un borracho, por el puerto de Siracusa. Se apoyaba en un bastón, poco más que una rama de árbol, y cubría su cuerpo con ropas que más parecían harapos que otra cosa. Sobre la cabeza, un tricornio ajado, y cubriendo el ojo derecho, un parche que le daba un aspecto entre triste y lamentable.
—Ya le digo yo que sí, señor mío —dijo al hombre que caminaba a su lado, un joven alto, esbelto, cuyos rizos dorados le daban un aspecto de efebo surgido de las obras de Mirón. En la voz de Renato había un cierto temblor, producto del licor que, se suponía, había tragado antes de abordar al joven por la calle—. No siempre fui la escoria humana que tenéis ante vos, señor. Fui un capitán de galera, señor. Temido y respetado, sí, señor.
El joven asentía a las palabras del borracho, creyendo todas y cada una de ellas: no en vano, Renato le había enseñado lo que —según había dicho— era su más valiosa posesión, la carta de licencia que el virrey de Nápoles, Ruiz de Castro, le había otorgado tras servir en Lepanto.
Un documento, por supuesto, falsificado con habilidad por el propio Renato, que había entrado por los ojos del joven.
Si bien lo que había llamado la atención del sosias de Apolo era la historia que, de nuevo, como una cantinela ebria, repetía Renato:
—Muchos piratas berberiscos cayeron bajo mi espada, señor. Infieles moros al servicio del Sultán, señor. —Lanzó un escupitajo—. Capturé muchos barcos y hundí todavía más, señor. Fui temido en el Mediterráneo, señor, y me hice con muchos buenos botines.
—Habladme de esos botines, os lo ruego —dijo, casi rogó, el joven siracusano.
Renato se paró y le tocó el hombro con familiaridad. Su compañero no pudo evitar un mohín de disgusto al ser tocado por un viejo borracho cubierto de suciedad, pero le dejó hacer. Bien podía soportar su contacto si al final…
—Soy ya muy viejo, señor. Demasiado viejo para ir a por los tesoros que, lo reconozco, hurté a sabiendas al almirante de la flota y a mi señor el virrey de Nápoles. Pero fueron riquezas ganadas con mi sangre y la de mis hombres, señor.
—Lo entiendo, buen hombre. —El joven asintió, impaciente por escuchar lo que quería de una vez—. Nada se os ha de reprochar. ¿Qué fue de ese botín?
—Lo enterré, señor. En una isla, un pequeño atolón que no sirve para otra cosa que hacer embarrancar a las naves que se acercan demasiado sin verlo, señor.
—¿Y esa isla está en…?
Renato sonrió tras hipar de forma exagerada. Agitó el índice frente al rostro del joven y dijo:
—Carezco de los medios para poder llegar a la isla, señor. Pero veo en vos que tenéis coraje y oro para poder emprender la búsqueda de mi tesoro, señor.
—¡Por supuesto! —exclamó el joven, ofendido—. ¡Soy el hijo del legado veneciano!
—¡Ah! Ya sabía yo que poseíais un aura… —Como si no lo supiera. Renato lo había abordado por completo a sabiendas. Echó mano al interior de su capa y sacó con lentitud un pergamino enrollado, haciendo que el joven se mojara los labios con la punta de la lengua, inquieto.
—¿Es ese…? —preguntó.
—Sí, señor —respondió Renato—. El mapa que permite llegar a la isla y que muestra dónde enterré mi tesoro, señor. Partid por él, y la mitad será vuestra, señor.
Los ojos del joven relampagueaban, plenos de codicia. Asintió de forma maníaca con la cabeza y tendió las manos para coger el rollo, pero Renato lo puso a su espalda y dijo:
—¿Lo juráis vos? ¿Juráis que respetaréis el acuerdo?
—Por supuesto. —El joven casi babeaba. Era evidente que no tenía intención de mantener su palabra; eso, a Renato, le daba igual.
Poco tiempo les costó llegar a un acuerdo. Hubo un intercambio de promesas, un apretón de manos, y el mapa fue a parar a los bolsillos del joven, tras lo que ambos separaron sus caminos.
Mientras se quitaba el maldito parche del ojo —le picaba horrores— y recuperaba su andar resuelto aunque algo patizambo, el espía genovés se dirigió raudo para dar parte: todo iba según lo previsto. Ahora, solo quedaba esperar a que el muy idiota zarpara hacia la isla —que sí existía—, en busca de un tesoro —que no existía—, en la que le estaría esperando una pequeña tropa genovesa que tomaría preso al joven.
Sería una buena baza con la que negociar con los franceses.
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