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EL REY SE MUERE

¿Quién no conoce a Alejandro Magno? ¿Y quién no conoce los monstruos surgidos de la pluma de Lovecraft? Pues aquí tenemos, en este relato de Luis M. Núñez, ambos elementos en una historia alternativa de lo que pudo ser la muerte del gran rey macedonio...


EL REY SE MUERE



—¡Te digo que no es por esos malditos elefantes!

El más alto de los dos hombres estaba enfadado. Llevaba un buen rato discutiendo con su compañero de falange y la cabezonería de este comenzaba a resultarle desagradable. No quería aceptar lo que le estaba diciendo, y cada vez que le contaba qué había visto, él meneaba la cabeza, enarcaba una ceja y mostraba una sonrisa condescendiente.

Estaban sentados en el suelo, con el escudo y la sarissa junto a ellos, preparados, como siempre, para formar con el resto de sus compañeros en un cuadro dispuesto para la batalla en cuanto escucharan la orden de hacerlo. Sin embargo, eso era debido a la costumbre, a una rigurosa instrucción marcial, más que por necesidad: allí donde se encontraban, en ese momento, no quedaba nadie que pudiera atacarlos.

En la ciudad de Babilonia, cerca del palacio del gran Nabucodonosor II, el ejército del gran Alejandro, rey de Macedonia, conquistador del Imperio persa, faraón de Egipto, y dios entre los mortales, descansaba de su largo periplo que les había llevado a las junglas de la India, a las costas del gran mar oriental, a las arenas de Egipto.


Y Alejandro se moría.

Los gritos de agonía que lanzaba eran tales que se escuchaban en toda la ciudad, una ciudad hermosa, construida en mármol y lapislázuli, que asemejaba, no obstante, un lugar de pesadilla en esa noche sin estrellas. El humo de las piras sacrificiales prendidas por los numerosos hombres santos, magos y clérigos que en los países del Imperio de Alejandro se hallaban se arracimaba sobre las casas, creando una cúpula asfixiante que no dejaba ver siquiera la luna.

Alejandro seguía gritando. Seguía muriéndose.

El soldado escupió y volvió a la carga:

—¿Has visto alguna vez al poderoso Alejandro temer algo? —El otro tuvo que negar con la cabeza—. Entonces, ¿por qué, en nombre de Hades, ordenó dar la vuelta? ¿Por qué tuvo miedo de seguir más allá del Indo y seguir conquistando tierras hasta que no quedara ninguna?

—Los elefantes…

—¡Y dale con esos bichos de mierda! —lo interrumpió, dando un manotazo contra el suelo—. Te digo que no tiene que ver con eso; ¿No te has fijado en las monedas que se acuñaron para celebrar su victoria? ¿No has visto cómo Alejandro hace erguirse a su amado Bucéfalo para luchar contra el mastodonte de Poros?

—Sí, lo he visto —concedió el otro—, pero son imágenes de propaganda.

—¡No seas cínico, Alcander! ¡Sabes tan bien como yo que Alejandro se ha lanzado al combate en vanguardia siempre, y que nada lo ha detenido nunca!

Alcander parecía cansado de tanta discusión y dijo:


—Oh, está bien… ¿Qué es lo que, según tú, hizo que el rey ordenara dar la vuelta y volver?

Un nuevo grito de Alejandro los interrumpió. Los dos miraron hacia los muros del hermoso y enorme palacio con gran tristeza. Se decía que no pasaría de esa noche.

—Te lo diré, Alcander, pero has de prometerme por los senos de Afrodita que no revelarás nunca jamás esto a nadie. —Cuando el otro así lo hizo, continuó—: Como bien sabes, fui parte de un pequeño contingente que batió la vanguardia…, cuando llegamos a la cercanía del Ganges.

—Sí, lo recuerdo. Te hinchaste de orgullo cuando te seleccionaron para explorar el terreno…

—Fuimos con Alejandro, ¿lo sabías? —Alcander negó con la cabeza—. El rey quiso ir a la cabeza del grupo de exploración. Seríamos unos treinta, digo yo… Y todos nos sentimos más que honrados de caminar por entre los árboles de esa jungla de mierda junto al gran Alejandro.

»Ahí, a orillas de ese río maldito, vimos…

—¿Qué? ¿Qué visteis? —preguntó Alcander, intrigado a su pesar.

El soldado se hundió en sus recuerdos, intentando encontrar las palabras adecuadas para transmitir el horror de lo que había visto. Habían estado caminando un buen trecho, apartando el follaje de una jungla espesa y primigenia, sudorosos y fatigados, aunque espoleados por el incansable Alejandro, sin cejar en su empeño, dando un paso tras otro, hasta que la jungla dio paso a una zona despejada, las orillas de un ancho río que dejaba pequeño a los grandes cursos de agua mesopotámicos.

Más allá, en la otra orilla, vislumbraron los tejados de una ciudad blanca como la leche, cúpulas rematadas con oro que brillaban reflejando los rayos del sol, y una música extraña, aunque hermosa, llegó hasta sus oídos, haciéndolos sonreír. El agua del Ganges bajaba plácida, serena, y todos vieron una lágrima brotar de los bellos ojos de Alejandro, una lágrima de felicidad por contemplar un lugar que bien pudiera ser la morada de los dioses.


Sin embargo, la maravilla duró poco, pues, cuando siguieron avanzando con la intención de cruzar el río, la superficie de este se agitó y burbujeó, como cuando se pone una olla al fuego. Alejandro ordenó que se detuvieran y estar en guardia, pues su instinto sobrehumano le decía que había algo peligroso cerca de ellos, y todos aferraron sus armas.

Ni la más aguerrida de las almas humanas estaba preparada para lo que contemplaron surgir del agua.

Una criatura de un color verde enfermizo, cubierta de légamo del fondo del Ganges, asomó una cabeza deforme y purulenta, tan grande como el cuerpo de un recio caballo; sus ojos eran negros como la pez, y lanzaban unos brillos malignos al contemplar a los guerreros. No poseía nariz, pero se fijaron en que, en los laterales del cuello, había unas hendiduras como las branquias de los peces.

Lo más horrendo fue cuando abrió una boca de labios gordezuelos, repelentes, lanzando un berrido más ruidoso que el de los elefantes contra los que habían combatido unas jornadas antes, tan poderoso que les hizo taparse los oídos con las manos con todas sus fuerzas, aunque no lograron dejar de oír el grito.

De repente, un brazo, aunque sería más acertado decir un tentáculo, apareció restallando como un látigo, de longitud tan asombrosa que, aunque a varios pies de él, alcanzó a Alejandro en pleno rostro, lanzándolo hacia atrás con prodigiosa fuerza. Huyeron corriendo del lugar.

No hizo falta más. Supieron, o intuyeron, que esa horrenda criatura era el guardián de la ciudad, y que nunca jamás dejaría que pasaran mientras estuviera de guardia.

A su pesar, Alejandro decidió entonces dar la vuelta, dejar atrás esas tierras que escondían criaturas tan malignas, y dar por terminada su expedición de conquista. No quiso saber qué había más allá, si eso significaba poner en peligro su cordura.


Esa noche, en Babilonia, la noche en que Alejandro agonizaba, el guerrero dudaba sobre qué contar a Alcander; ahora que por fin su compañero había aceptado escuchar la historia, creía que era más prudente no revelarla… Podría tomarle por loco y, de hecho, habiendo pasado muchos días desde ello, él mismo empezaba a pensar que quizá lo hubiera imaginado.

Excepto, claro, por el detalle de la marca que el golpe de la criatura había dejado en el rostro de Alejandro. Una marca, como un pequeño mordisco, que presentaba un color azulado, pero que los galenos no habían considerado de importancia.

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