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Foto del escritorCírculo de Fantasía

El cubil de tortura

Una entrada que mezcla aullidos (de dolor del torturado) y diversión (para los torturadores), una aventura más del peculiar espía genovés de Luis M. Núñez, que incluye reminiscencias de otra obra, que tuvo su versión fílmica...


RENATO, EL AGENTE CASTRATO: EL CUBIL DE TORTURA



Mientras llevaban, casi arrastraban, a Renato por el lóbrego y húmedo pasillo, el espía genovés se fijó en las puertas a derecha e izquierda: todas gruesas, con remaches de hierro y una pequeña oquedad a la altura de los ojos por donde, supuso, los carceleros pasarían bandejas con exiguas raciones a los presos.

Eso era en lo que él se había convertido. A sus años. A sus bien cumplidos cincuenta años, había sido apresado por las fuerzas francesas gracias a un error de principiante. Dejarse embaucar por esa moza…

—¡No, no! —exclamó riéndose a su espalda el conde de Roche-no-sé-qué—. Vos, amigo mío, no vais a una de esas cómodas habitaciones. —Soltó una carcajada que puso a Renato los pelos de punta.

Con todo, el genovés aún tuvo el ánimo de preguntar desafiante:

—¿Y dónde me instalaréis, entonces?

No hubo respuesta. Tan solo se oía el sonido de algunos presos gimiendo y de los pasos que Renato y sus carceleros daban. Pensó que las cosas no pintaban nada bien para él, y que todavía se ponían peor cuando llegaron a una arcada tras la que se encontraba una amplia estancia… en la que había desperdigados numerosos instrumentos con los que hacer cantidades ingentes de daño al cuerpo de una persona.

Renato comenzó a temblar: nunca había sido capaz de soportar el dolor.

—Veo que no os gusta lo que veis, Renato. —El conde le acarició casi con cariño la cabeza—. Pero habéis de entender que es lo justo…

—¡Hablaré! —lo cortó Renato, mientras clavaba los pies en el suelo en un vano intento de que lo hicieran seguir avanzando—. ¡Os contaré lo que queráis saber! ¡Lo juro!

—Pero… amigo mío —replicó el francés—. ¿Quién ha dicho nada de querer oír lo que tengáis que decir? No, no, no… Esto es una pequeña fiesta que me doy a mí mismo.

A Renato se le desencajaron los ojos. Había caído en las manos de un sádico al que le importaba bien poco la información que tuviera para negociar. Decidió intentar la estrategia de implorar:

—Os lo ruego, señor —dijo—. Confieso que trabajo para la república de Génova y que algunas cosas he sabido y mandado transmitir a… —El conde meneó la cabeza negando, con ojos brillantes, excitados—. No he hecho daño a nadie, señor, soy un buen cristiano, no…

—Desnudadlo —ordenó el francés con voz firme. En menos de un parpadeo, Renato se encontró como vino al mundo, las ropas rasgadas por los fuertes tirones de los carceleros echas un ovillo a sus pies.

El espía tembló, tanto de miedo como de frío.

—A la silla. —Los carceleros ejecutaron con rapidez lo que les mandó el conde y Renato, sin saber muy bien aún qué decir para salir del brete, se encontró sentado en una silla que, si no fuera por lo terrible de la situación, le provocaría la risa, ya que más de la mitad del asiento no existía: el genovés se encontró con las nalgas colgando en una posición en verdad extraña.

Si bien más extraño —y terrible— le pareció que uno de los carceleros se arrodillara, metiera la mano por debajo de la silla y estirara de su escroto hasta que este apareció junto a las carnes de su trasero. Renato gritó por la brusquedad con que sus partes habían sido tratadas. Y por las manos heladas del hombre.

—¿Qué…?

—Calla, calla, Renato —dijo el conde, cogiendo una fusta para caballos—. A esto lo llamo la silla del dolor. Tienes el honor de ser la primera persona que la pruebe. Tengo grandes esperanzas puestas en este instrumento, no te voy a engañar. Y creo que, si todo va bien, será un aparato que será utilizado durante años para los menesteres necesarios del mundo en el que tú y yo nos desenvolvemos.

»¡Ah! ¡Ya lo estoy viendo! —continuó con expresión ensoñadora—. En los siglos venideros, gente como yo, poderosa, inteligente, con visión, usará esta silla para que escoria como tú sepa que no se debe meter las narices donde no deben.

Sin decir más, lanzó un rápido golpe con la fusta arrancando desde casi el suelo en dirección ascendente por debajo de la silla, alcanzando a Renato en sus partes colganderas, lo que le provocó un dolor superior en intensidad al que nunca había sentido, como si un torrente de fuego naciera en su entrepierna y subiera con la velocidad del rayo hasta su garganta, donde tomó forma de un grito desgarrador:

—¡Ahhhhhh! ¡Por la barba de Dios Nuestro Señor! ¡Ahhhhh!

—¿Os divierte, Renato? —preguntó el francés, sonriendo ante las lágrimas de dolor del espía—. A mí, la verdad, sí. Bastante. ¿Cómo es vuestro nombre en clave? Cierto, cierto. —Dio otro fustazo y Renato lanzó otro grito capaz de conmover al más duro corazón—. «Castrato».

»Vamos a ver si hacemos honor a ese mote…

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