RENATO, EL AGENTE CASTRATO: ASESINATO EN LA POSADA ORIENTAL
ASESINATO EN LA POSADA ORIENTAL
Era otoño. El viento había creado una senda de hojarasca dorada y rojiza que crujía bajo las botas de Renato. El espía daba vueltas y más vueltas rascándose el mentón con aire pensativo, farfullando palabras sueltas que no alcanzaban a ser oídas por el soldado genovés que lo acompañaba desde el inicio de su viaje. Era un joven de cara rasurada a la perfección, ojos azules y pelo rubio con reflejos oscuros, que se encontraba tiritando, buscando de forma infructuosa el calor que pudiera encontrar en la capa de viaje con la que rodeaba, como una amante posesiva, su cuerpo.
—¿Es… estaremos mucho rato aquí, señor? —preguntó el soldado. Sus palabras fueron acompañadas por el repiqueteo de los dientes entrechocando.
Renato detuvo su redondo circular y lo miró con gesto duro.
—El que haga falta —replicó—. El frío despeja la mente, y una mente despejada es lo que se precisa en este momento, Fabio. —Renato levantó el índice con aire catedrático—. Este asesinato requiere de todo mi ingenio —concluyó, recalcando sus palabras con un floreo del dedo.
—Podría pensar… dentro… en la posada.
Renato no oyó la queja de Fabio y murmuró algo sobre los doce huéspedes, sobre el cadáver y sobre las puñaladas con las que habían atravesado el cuerpo de Vittorio, artista de segunda fila de la ciudad de Pisa que, según había dicho unas pocas horas antes a Renato, se encontraba camino de Roma para vender unas hermosas antigüedades de la época de Trajano.
Unos cuantos pasos y unas hojas pisoteadas más, Renato expulsó una bocanada de aire con fuerza; el aliento formó una nube en torno a su cara, confiriéndole una expresión extraña al provocar un curioso efecto en sus ojos brillantes por el frío. Se dirigió a la puerta de la posada Oriental, orgullo del camino que conducía de Siena a Roma —y viceversa—, según rezaba el letrero que colgaba sobre la entrada.
Agradecido, Fabio corrió hacia la chimenea y comenzó a frotarse las manos junto al fuego, mientras Renato daba unas fuertes palmadas para llamar la atención de los congregados. Cuando tuvo la atención de los doce, aceptando con un ademán de la cabeza la jarra de vino templado que le tendió el posadero, dijo:
—Mis señoras. —El espía se refería a las cinco damas que lo contemplaban con un toque de resquemor, como si hubieran decretado ya que Renato era su enemigo—. Mis señores. —Hizo una pequeña reverencia correspondida por un cortés movimiento de cabeza de los siete varones. Todos ellos, los doce, estaban sentados en diversas mesas repartidas por la sala comunal de la posada, pendientes de las palabras de Renato, que dijo—: Sé qué ha ocurrido. Tras reflexionar sobre los acontecimientos de la noche pasada, he logrado averiguar quién ha asesinado al señor Vittorio.
»Y, lo más importante, sé por qué.
Hubo exclamaciones ahogadas tras la revelación de Renato. El espía sonrió con beatitud, pensando en la extraña carambola del destino que lo había colocado en esa tesitura: Viajaba hacia Roma, igual que Vittorio, pero bajo la identidad de un docto juez genovés cuya fama era enorme en los territorios germánicos, pues había publicado numerosos tratados en los que explicaba la forma de obrar de los asesinos, los motivos que los mueven, y la forma de capturarlos. Una fama que, por supuesto, era desconocida por completo en toda Italia al, según él, publicar todas sus obras en alemán, estando disponibles en los lugares al norte de Maguncia, pero no al sur de la misma.
La cuestión era que Vittorio había sido asesinado en su cuarto, y el posadero, a quien no hizo maldita la gracia tener que sufrir un crimen en sus dominios, pidió por favor, por el amor de Dios y de la Virgen y por unos cuantos santos, que Renato encontrara el culpable.
Quizá el genovés había exagerado sus dotes para la investigación criminal.
—Repasemos lo que tenemos —continuó Renato—: Un cadáver en un cuarto cerrado con pestillo por dentro. Una nota amenazante a medio quemar junto a la cama del muerto. Un cuchillo de la cocina con el que se asestaron numerosas puñaladas a Vittorio. Objetos desperdigados por el cuarto que pertenecen a algunos de ustedes. —Los señaló con un movimiento en arco de su brazo. Las mujeres se sobresaltaron y ellos pusieron cara de ofendidos.
—¿Y a qué conclusión ha llegado, maese Renato? —preguntó, ansioso, el posadero.
—Muy simple, amigo mío. En realidad, si se piensa, es tremendamente simple: Todos ustedes lo hicieron. —Volvió a señalarlos. Lo curioso fue que ninguno de los doce se removió siquiera en su asiento—. Repito: todos.
Fabio, el soldado que acompañaba a Renato, lo miraba con la boca abierta y la mano en la empuñadura de su espada, temiendo que tendría que proteger al espía de la furia de los doce acusados si, como temía, intentaban acallar a quien los había descubierto.
—Pero… la puerta… —dijo el posadero, meneando la cabeza—. Estaba cerrada, como bien habéis dicho, maese.
—¡Cierto! —Renato recalcó su exclamación con una sonora palmada—. Por eso, el crimen solo pudo cometerse con su ayuda —concluyó, golpeando con fuerza el pecho del hombre, cuyo rostro quedó blanco.
El pobre Fabio no sabía qué hacer. Miraba a un lado y otro, pero nadie se movía. Veía rostros confusos, algunos iracundos, otros burlones, pero nadie parecía reaccionar. Por el momento, la integridad física de Renato no parecía peligrar.
—Mas un momento, queridas y queridos. —Renato alzó los brazos para continuar su explicación—. Como he dicho, sé por qué, sé la causa, el motivo, de este crimen, y es este: De un modo u otro, todos los aquí presentes sufrieron por los actos de Vittorio. Entre sus papeles, he descubierto indicios que me han señalado que el pisano no era trigo limpio. Cometió innumerables fechorías, y he sabido que algunas de ellas tuvieron como blanco a los distinguidos huéspedes que tengo ante mí. Robo, extorsión, chantaje, fraude…, la lista es muy larga, y vergonzosa, como para seguir.
»Así que entiendo a la perfección los motivos que movieron a todos los presentes a acabar con la vida de este execrable ser humano, esta rata repulsiva, este… cerdo.
Los huéspedes se miraron entre sí, sin decir una palabra. Parecían aliviados.
—El caso, pues —continuó Renato sonriendo—, está claro. No solo no daré parte a las autoridades de este crimen, sino que los aplaudo por lo que es, a todas luces, un acto de justicia. —En efecto, Renato chocó las palmas entre sí con fuerza mientras asentía, indicando que aprobaba la conducta de los asesinos.
Fabio, mientras la salva de aplausos continuaba, pensó en la labia que tenía Renato y cómo había convencido a los presentes de la historia, ya que estos se abrazaban y se felicitaban como si lo contado por el genovés fuera por completo cierto.
Se maravillaba, porque había sido él quien, a instancias de Renato, había trepado por la pared exterior de la posada y acuchillado a Vittorio, espía al servicio de la república de Pisa.
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