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LA CAÍDA DEL COLOSO

El presente relato de Luis M. Núñez es uno de los muchos que se añadieron a la edición aumentada y corregida de su novela de fantasía épica "La sombra dorada", en la que expande el mundo de la novela y presenta situaciones y personajes nuevos que tienen relación con la trama principal en mayor o menor medida...


LA SOMBRA DORADA: LA CAÍDA DEL COLOSO


La vida, en el confín más al norte de Lorry, no es fácil. La más septentrional de las poblaciones que la humanidad ha levantado, Aurora, es poco más que una acumulación de cabañas de leñadores que reúne a unas diez familias, colonos valientes y aguerridos que desafían las bajas temperaturas y las largas noches de vientos gélidos procedentes de la cordillera cercana, cuyos glaciares parecen ojos siempre atentos, siempre vigilando las tierras a los pies de las montañas. Hay días en los que las nubes grises se arremolinan en torno a las cumbres y los truenos restallan creando un tumulto que llega hasta Aurora con tal fuerza que es difícil mantener una conversación en el propio interior de las casas si no es a gritos.

Con todo, Yilia es feliz. Sus manos, tras años de golpear con el hacha los gruesos y duros troncos de árboles de hierro, están surcadas de callos; su cuerpo, debido a las duras condiciones del lugar, es enjuto, pero muy resistente y siempre camina erguida, a paso vivo; y sus ojos…, sus ojos muestran el fulgor de los topacios, acompañando con su brillo la risa que siempre está presta a acudir a sus labios.

Esa mañana se ha despedido de su esposo y su hijo —quienes se han echado al hombro el arco y el cuchillo de caza, con la esperanza de capturar uno de los renos que se han visto en las cercanías— y se ha encaminado, con otros leñadores de Aurora, al bosque cercano. Como siempre, siente admiración por los enormes árboles que cubren la zona, en un tapiz que continúa más allá de donde le llega la vista: sus troncos, tan gruesos que requieren más de quinientos certeros golpes para ser derribados, se elevan, se elevan, se elevan hasta que las ramas comienzan a surgir de ellos formando una especie de cono verdoso, una punta de lanza digna del padre de todos los gigantes que, según se dice, habita más allá de las montañas y es quien ordena a las nubes descargar su furia sobre el mundo.

Yilia camina junto a su buena amiga, Masha, las dos hablando animadas:

—Mañana llegarán los comerciantes —dice Yilia. Se refiere a la gente que, desde la capital del reino, acuden cada mes para cargar en los enormes transportes tirados por recios bueyes los troncos que suponen la principal fuente de ingresos de Lorry—. Espero que traigan lo que les pedí.

—¿El qué? —pregunta Masha mirándola burlona—. ¿Aceites perfumados? ¿Vestidos de seda?

—¡No seas boba! —replica ella, dándole un golpe juguetón en el hombro—. Hablo de cosas necesarias.

—¿Quién dice tonterías? Yo no: el perfume también es útil… si quieres estar guapa.

Masha da unos pasos de baile sobre la tierra helada, arrancando los aplausos del resto de leñadores. Es unos pocos años más joven que Yilia, no está casada, y es muy hermosa, por lo que muchos hombres —jóvenes y no tanto, con mujer e hijos o sin ellos—, la contemplan con deseo, aunque ella siempre ha dicho que su amor está lejos de Aurora, que algún día se iría a Lorry, que…

—¿Llevas la manteca? —pregunta Yilia, haciendo que Masha interrumpa su danza—. Si queremos acabar con el Padrecito, tendremos que usarla.

Masha asiente con seriedad y dice:

—Sí. Supongo que con esto habrá bastante. —Señala un zurrón que lleva colgado a la cintura.

—Supongo que sí —dice Yilia: si la bolsa está llena, será suficiente para impregnar la corteza del Padrecito facilitando la penetración de los filos de las hachas. El Padrecito es un árbol tan viejo, de corteza tan dura y rugosa, que las hachas, sin ayuda de la manteca, quedarían melladas en cuestión de diez golpes.

—Ese viejo bastardo va a caer hoy —sentencia Masha.

Poco después, las hachas cantan su monótono repiqueteo: Cloc, cloc, cloc. Los gruñidos de esfuerzo acompañan el ruido del acero al golpear la madera y los leñadores comienzan a sudar, pese al intenso frío que hace ese día.

Cloc, cloc, cloc.

Yilia y Masha se abren paso a través del tronco del Padrecito y, cuando llegan a la mitad del mismo, dejan de trabajar y se miran sonrientes. Sí, lo van a derribar.

Masha vuelve a untar de manteca el corte en forma de cuña y retoman la labor.

Cloc, cloc, cloc.

Horas después, agotadas, escuchan cómo el Padrecito empieza a gemir: la cantidad de madera arrebatada a su tronco es ya tal que no se sostiene. Se ladea de forma casi imperceptible, pero patente para unas leñadoras expertas como Yilia y Masha. Aunque sin necesidad de avisarlo, Yilia dice a su amiga:

—¡Cae! ¡Cuidado, que cae!

—¡Árbol va! —grita a pleno pulmón Masha, corriendo en una dirección que la pondrá a salvo de la caída del coloso.

Por desgracia para ella, hay algo con lo que no han contado.

Una terrible y fortísima volada de viento llega desde el norte justo cuando el Padrecito está cayendo y termina de partirlo de cuajo, inclinándolo hacia donde Masha se encuentra.

—¡Masha, cuidado! —exclama Yilia, aterrada.

La mujer no tiene tiempo para reaccionar. El árbol cae con tal velocidad, y es tan masivo, que nadie podría haber evitado ser golpeado por él. Aunque Masha ha corrido, no logra escaparse de su sombra conforme el Padrecito se desploma y, entre un gran estruendo, su cuerpo desaparece sepultado por las ramas que, tras golpear el suelo, se mueven al compás del viento que sigue soplando.

Yilia grita y llora, pensando, mientras corre hacia donde estaba su amiga momentos antes, que ahora es el árbol quien danza feliz, agitando sus hojas, dichoso por haberse vengado de una de las que le han hecho caer. A él, que durante siglos había permanecido, enhiesto y desafiante, en esa tierra agreste y salvaje. A él. Al Padrecito.

Yilia llora y se hiere las manos intentando, en vano, apartar las pesadas y gruesas ramas bajo las que está su amiga.

—¡Masha! ¡Masha! —la llama una y otra vez sin obtener respuesta alguna—. ¡Masha!

El resto de leñadores llega hasta ella y pronuncia palabras que intentan ser de consuelo, pero Yilia no escucha otra cosa que el ulular del viento, el sonido de las hojas y su propia voz desgarrada.

La vida en Aurora es dura, y la muerte puede llegar de improviso, sin que haya una mínima señal de su proximidad. Yilia llora desconsolada en los brazos de un leñador, que por fin ha conseguido que se apartara del árbol derribado.

Levanta la cabeza hacia el cielo y, entre lágrimas, contempla el firmamento despejado hacia el sur, en el que brilla un sol radiante que ha recorrido la mitad de su camino. Yilia ha sido testigo de una terrible tragedia, aunque es imposible que sepa que, esa misma noche, otro ser, movido por la venganza, caerá también a tierra a muchas millas de allí, cerca de Rygita.

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